Se dieron los pasos secretos, aquellos que les llevarían a distanciarse lo suficiente para desearse como nunca. Ninguna cuerda que les marcase el camino de vuelta, sólo oxígeno por todas partes, sin llevar ahogado el nombre de ninguno. Y es que no hay nada mejor que las huellas que no dejan rastro, tan imponentes como las tormentas eléctricas sin lluvia, como el aroma que te excita, sin determinar, como el silencio que destroza el ruido al detenerse a contra piel.

Saliente del sofoco del abrazo, del gemido en mi cabeza, de las prisas del desnudo, del recuerdo entre mis piernas, del ritmo del bombeo de la sangre que se agolpa sin huir. Trato de caminar, contra el viento, hacia delante, dejando que de nuevo mi carne vaya llenando los huecos de placer recién abiertos, con la prisa de la vida que toca el suelo por primera vez, con la quietud del instante grabado a fuego en la memoria.

Se va acabando el asfalto, ya puedo sentir la arena, mis pies humedeciéndose y descalzos, dejando atrás todo aquello que aprieta, lanzándose por los aires la ropa, adentrándose sin hilos en el mar, flotando la represión que ya no sirve, nadando la pulsión que nos consume, calmándose las olas en la noche, gritándole a la luna, que por más fuerte que empuje el día, no nos abandone…