Se me encharcan los ojillos pensando en la vibración de unos altavoces, en esa sensación de estar bajo un escenario y sentir que el cuerpo te vibra sin moverte, cuando parece que el corazón se siente el doble, que la respiración se agita por vivir, por estar junto a otras personas, bailando.
Se me amontonan en el cerebro miles de imágenes a cámara lenta, veo a la gente sonriendo, con cervecitas en la mano, aplaudiendo, a coscoletas, tarareando letras al unísono, mirándose entre ellos, compartiendo felicidades internas a través de sus rostros, conociéndose en la cola del baño, unos pegaditos a otros.
Bendita espontaneidad, decidiendo si ir a un sitio u otro en ese mismo instante, sin anticipaciones, sin pensar en los que somos, ni en la hora que es, sin aforos ni reservas, sin planes, con ganas, con libertad.
Donde la atracción no tiene pegas, solo imanta, sin restricciones, dando rienda suelta a lo que uno quiere, siente, le apetece. Bailando con uno, con otro, con una, con otra, refrescándonos en la barra, charrando en la puerta del bar y escuchando de vez en cuando el «sssssssshhhhh» del portero porque algunos vecinos de aquel barrio han decidido libremente quedarse en casa y/o dormir el sábado noche.
Y besar…sin premeditación ni alevosía, ni aclaraciones innecesarias, sin tener que hacer la cobra, sin las gafas empañadas, siguiendo con fuerza el impulso que me da la señal de verle morderse el labio. Sin telas que sobran, sin toque de queda, sin alcohol de bote sanitario, sin evitar pringarnos hasta las cejas del otro.
Me apasiona vivir, con lo justo y necesario, es decir, sin pandemia.