Aquella insignificante lagartija se había convertido en el dragón de komodo. Su piel plateada y sus destellos rojos y verdes, dejaron a mis ojos incapaces de poder mirar otra cosa. Había crecido, tanto…que podía comerse, al mismo tiempo, mi pared y mi atención.
No me daba miedo, formaba parte de mi hogar, de mí, de cada una de mis mañanas, al abrir los ojos, levantar la persiana y estamparme contra el sol.
Sentía con certeza que me acompañaba, en cada una de mis noches, al cerrar mis ojos, bajar la persiana y encontrarme con la oscuridad.