Es curioso como los estados de las personas pueden cambiar de forma repentina y abrupta, somos volátiles, como motas de polvo en la azotea, en constante movimiento, danzando de un sitio a otro, sin permanecer en ningún lugar. Ni siquiera el cuerpo puede actuar de sostén, nos salimos del mismo, arrancamos nuestras raíces de cuajo, nos llevamos el árbol de Navidad a la playa, y la tumbona de playa, al cuarto de estar. Soñamos, despiertos y dormidos, vivimos vidas paralelas constantemente, lo que no fue, lo que podría haber sido, lo que aún no ha sido. Ni mesa presente en la que cortar el pan, ni sofá que nos abrace en la siesta sin preguntar.

Buscamos insaciablemente, y en el mejor de los casos, continuamos buscando, cansados pero sin perder la esperanza de encontrar, sin ni siquiera saber el qué. Vamos moldeándonos, como si fuésemos jarrones de barro en pleno proceso artesano, nos moldeamos al abrazarnos, al besarnos, al tocarnos, al mirarnos, al no mirarnos, al darnos la espalda, al mentirnos, al tener miedo, al lanzarnos, nos moldeamos al fundir, en un sorbo, nuestra pasión con el café rápido y sabroso de la esquina , nos moldeamos al frotar nuestra mente con los colores que desprende un paisaje, nos moldeamos al tocar la madera antigua de aquel mueble o al dejarnos llevar por las memorias que guardamos de nuestros abuelos, nos moldeamos al oler como el Sol se va llevando el día, nos moldeamos cuando las estrellas se comen el cielo. Nos creemos rocas, que con las fuertes y vigorosas olas se van puliendo, pero somos como piedras comunes en el camino, que van cambiando y adoptando formas diferentes por el simple roce del viento. Y aquí seguimos como si nada pasase, pero mientras nada parece pasar, todo pasa,  queriendo creer que somos materia inerte, estable, ignífuga y permanente, mientras vamos dejando, sin elección alguna, que la vida, con su sentido,  nos vaya agujereando y reparando, sin un aparente final.