La única forma de encontrarnos es abrazándonos, sentimos en silencio como la sangre trata de salir para meterse en el otro, conquistar sus venas y volver, como el mar recogiendo sus olas antes de que suba la marea, como el barco alzando las velas para coger velocidad. Y es entonces cuando los brazos se llenan de miradas y recuerdos contagiados, se tensan, respiran, se estremecen y se dejan caer en otros brazos, como si llegase por sorpresa la paz después de una guerra, como si de nada sirviese andar luchando. Caen sin miedo, retrocediendo al pasado, convirtiéndonos en pequeños y vulnerables seres, que dependen siempre de los brazos de otro humano, sin posibilidad de sostenerse en pie, ni caminar, viendo la vida por unos instantes, a través del otro, mostrando la nuestra al otro, a través de uno.