16 diciembre, 2018
16 diciembre, 2018
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Sentada en el suelo de la cocina, con el portátil sobre mis piernas, el teclado no para de pedirme que diga todo aquí y ya, que suelte las bombas que no estallaron, los gritos que no canté, y las palabras que nunca me dejaron hablar. Que la vida son dos días y se trata de sobrevivir, de sobrevivir a lo que se ve y aparentemente se sabe, a lo que no recordaremos al final de nuestros días, a lo controlado, a lo predecible, al que dirán, a las mierdas del día a día que empiezan a sobrarnos ya, a las decisiones sin arnés, al parón del ayer, al cerrar los ojos antes de parar de pensar. Deja que te diga una cosa, ni siquiera sé para quien va, pero estoy cansada de algunas cosas de esta ciudad, correría campo a través, rompería cualquier papel, me dejaría dormir por el anochecer, sin alarmas a los pies, sin techos que mirar, sin historias que inventar, sin personas que olvidar, con las fuerzas de mandarlo todo hacia otro lugar. Preparando la maleta, aquí no me quedo ni un minuto más, que si se vuelve a caer esta casa, a mí no me vuelva a pillar

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