A veces, permanecemos solos, sin hablar, con los ojos charlando en cualquier esquina y la boca quieta. Apenas nos tocamos, deambulamos por las calles hasta cruzarnos en los aseos, con suerte nos tropezamos, metiéndonos por unos instantes, humana e irracionalmente, en un pequeño espacio del mundo del otro, como el que se bebe el primer café de la mañana a pequeños sorbos, tratando de diferenciarlo del atragantado café a corre prisa que sabe a casa.
Echando en falta el reloj predecimos el futuro, olvidando las paredes que sostienen las puertas traseras, dando pasos en falso hacia la cama, observando empañarse las ventanas, sin la cena a su hora, sin las fotos a tiempo, con la escarcha en el cuerpo y el edredón de tejado, dejando que el corazón se permita el lujo de mirar hacia otro sueño.
Le sonrío a mis agujeros, mientras me cago en la puta por dentro, aquellos que quedaron en desorden, envueltos por los retos al desborde, que temblaron ante el mar bravo, ardiendo en la orilla de la nostalgia, sin navío ni agua, con piernas que agarran, sin plumas de vuelo, con los cielos cerrados durante la noche. Ya sabes, esta vida es tan bella que hace daño, como el bello inherente e irrefrenable naciente por la piel, que se apacigua de abajo a arriba, empezando por el sexo en caliente, acabando por la mente fría, lamiendo con nuestra propia sangre las perennes heridas. Como un chaleco de hielo pegado a nuestras costillas, recibimos el abrazo del consuelo a medida, sin dar rodeos por el miedo a perdernos, concretando utópicamente la infinitud de lo incierto, simplificando lo complejo para entender sin esfuerzo, cambiando la miel por los terrones de azúcar.