Pisé aquel suelo como si quisiese hundir los pies y encontrarme con su otro extremo, cerré los ojos y sentí el viento colarse por mi vestido, me dejé, permití que erizase todo mi cuerpo y se llevase la arena que había quedado alojada en mi piel, y solté mi cabello, como siempre solía hacerlo, tratando de acariciar el espacio…
Me quedé a solas con mis pies, en silencio, sintiendo la arena colarse entre los dedos al dejar mi peso caer. Aquella tierra que estaba pisando, separaba dos océanos, que nada tenían que ver con el mar, ni orilla, ni desierto, ni faro, ni acantilado, aquel trozo de tierra había quedado suspendido en aquel lugar, como quien olvida una chaqueta en la rama de un árbol, en un fuerte día de niebla. Mis pies entre dos océanos, secos de agua, llenos de arena, buscando el mar. Como las olas, los recuerdos inundaban mis piernas, mis brazos, mi espalda, mis pensamientos, para después marchar.
Me abracé a las estrellas en la noche y mis pies estrecharon lazos con profundidad, y hemos decidido no ir a ninguna parte, preferimos escuchar las olas que sabemos que traen y se llevan, lo que quieren al azar, estar entre dos océanos es un buen lugar, y es singular, sentir dentro la búsqueda constante de humedad. Así pues, si hay vida después de la muerte, me pido este trocito de tierra desde el que soñar que, dentro de mí y llena de arena, cuando tenga ganas, se abra el mar.