Los hogares, en el silencio de la madrugada, hablan, dicen cosas, como un televisor apagado, renegando por haber dejado de tener vida. Crujen con fuerza, como gritos no dichos, como frases no escuchadas. A veces, nos despiertan en mitad de un plácido sueño, otras nos salvan del angustioso final de una pesadilla. Sus paredes y tabiques están repletos de historias, desde el que pisó el lugar por primera vez, o el que diseñó dónde situar las distintas estancias, hasta la inmobiliaria o el particular, que deciden venderlo o alquilarlo para que se llene de otras cosas. Muerden como la mesa camilla cuando, en pleno invierno, le apagas el brasero, te abrazan cuando caminas sobre su suelo, bailan moviendo sus cuadros cuando decides empezar el día con música. El hogar está vivo, aunque parezca inerte, hay que nutrirlo de buenos pensamientos, de cariño, de motivación, de movimiento, hay que hacerlo vibrar, no debe permanecer intacto, hay que hacerlo cambiar y/o evolucionar, hay que adorarlo, sea del tamaño que sea, sea compartido o no, esté junto al centro o a las afueras, sea caluroso o frío, huela a café o incienso,…Nos desenvolvemos y nos desarrollamos en él, en ocasiones, incluso nos reproducimos. Es lo primero que nos encontramos al abrir los ojos, es nuestro sitio, nuestro espacio, aunque se limite a un pequeño cuarto, es el lugar desde el que cada día partimos para comenzar una nueva aventura, y donde la cerramos, sin previo aviso, con nosotros dentro. No es un ser vivo, pero está vivo, y lo que vivimos en él, y cómo vivimos en él, le da vida.